Mató a más de 70 mujeres y nadie pudo atraparlo durante casi 20 años: la historia del asesino de Green River
Ridgway fue un obrero, un esposo, un feligrés. También fue uno de los asesinos seriales más prolíficos de Estados Unidos. Esta es la Gary Ridgway historia, contada desde sus orígenes hasta su captura y el eco que su nombre todavía tiene en investigaciones forenses.

¿Cómo alguien mata a más de setenta mujeres y logra ocultarse casi dos décadas? Gary Ridgway no solo lo hizo, también admitió que perdió la cuenta de sus víctimas. Bajo el apodo de Asesino de Green River, dejó un rastro de muerte en el estado de Washington, con cuerpos arrojados cerca del río Green, entre zonas boscosas y caminos secundarios.
Nació en Utah en el año 1949, en un hogar con peleas frecuentes y reglas rígidas. Creció con baja autoestima, con dificultades para conectar con otros, inseguro y retraído. Ese mundo cotidiano y gris escondía una oscuridad que poco a poco tomó forma.
A los dieciséis años apuñaló a un niño de seis. El ataque fue brutal y, según los reportes, se alejó tranquilo, incluso satisfecho por lo que había hecho. Ese momento fue una primera señal de la crueldad que más tarde explotaría. Por fuera, su vida parecía normal, trabajo estable, rutinas, familia. Por dentro, florecía una fijación por el control y la humillación.
Se lo llamó Asesino de Green River porque muchos cuerpos aparecieron en o cerca del río Green, en el condado de King, Washington. Ahí, en la orilla lodosa y entre maleza, la policía empezó a atar pistas que, por años, no fueron suficientes.
Primeros indicios de crueldad en la adolescencia
El apuñalamiento del niño marcó el patrón, donde Ridgway observó la sangre sin remordimiento, casi con calma. Además, mantuvo una personalidad reservada, distante, con poca empatía. Analistas han señalado que ese placer ante el daño ajeno, sumado a su necesidad de dominio, encaja con el perfil de un asesino serial organizado. No buscaba caos, buscaba control.

Primeras víctimas y sospechas iniciales
En el verano de 1982 apareció el cuerpo de Wendy Lee Coffield en el río Green. Poco después, se hallaron a Debra Lynn Bonner y Marcia Faye Chapman, entre otras mujeres. Todas habían sido estranguladas y abandonadas en zonas cercanas al agua, como si el paisaje ocultara la verdad bajo hojas y piedras.
La policía fijó sus ojos en Ridgway por su presencia frecuente en áreas donde trabajaban mujeres en situación de prostitución. Tenía una camioneta, conocía los caminos secundarios y sabía cómo acercarse sin levantar alarma. Aun así, su vida familiar, su empleo estable y su comportamiento calmado lo protegieron. En 1983 fue interrogado por el caso de Marie Malvar, vista por última vez subiendo a su vehículo. No hubo evidencias firmes y Ridgway salió por la puerta.
En la ropa de varias víctimas aparecieron partículas microscópicas de pintura, microesferas y residuos que coincidían con el tipo usado en la planta donde Ridgway trabajaba, la fábrica de camiones Kenworth. Ese detalle no lo hundió al principio, porque faltaban herramientas para convertirlo en una prueba irrefutable. Con el tiempo, se volvió un hilo fino pero resistente que unía los cuerpos con su mundo laboral.
Escalada de crímenes y larga persecución policial
Durante los años ochenta y noventa, Ridgway buscó víctimas vulnerables, mujeres jóvenes que vivían al margen, sin una red que las protegiera. Les ofrecía un viaje o dinero, las estrangulaba y abandonaba los cuerpos en áreas boscosas, fosas poco profundas o a la vera del río. A veces volvía a los sitios, otra señal de su necesidad de control.
La investigación se extendió por casi dos décadas y la dispersión de los cuerpos, la falta de tecnología forense avanzada y el volumen de pistas hicieron el trabajo lento. Miles de horas, muchas esperanzas y pocos resultados. Incluso Ted Bundy, ya preso, compartió ideas con detectives, insistiendo en que el asesino parecía normal y regresaba a las escenas para revivir el crimen.
Ridgway llevó una doble vida. En casa, era esposo y hombre de iglesia, pero en la calle, cazaba. Negó todo en interrogatorios, controló su lenguaje y hasta superó un polígrafo, lo que lo alejó del foco principal. Las pruebas de ADN aún no tenían la potencia que tendrían después. La paciencia de los investigadores mantuvo vivo el caso, a la espera de que la ciencia diera el salto que necesitaban.
El arresto, confesiones en 2025
El giro llegó en 2001, cuando nuevas pruebas de ADN lo conectaron con cuatro víctimas. Fue arrestado y, en 2003, aceptó un acuerdo de culpabilidad por cuarenta y ocho asesinatos para evitar la pena de muerte y colaborar con la localización de cuerpos. Recibió cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional. En 2011 se sumó un cargo por el asesinato de Rebecca Marrero. Ridgway admitió al menos setenta y una víctimas y soltó frases frías que todavía golpean. Dijo que eligió a mujeres en prostitución porque las odiaba, porque eran fáciles de acercar y porque no quería pagar. También admitió que no podía llevar la cuenta de cuántas había matado.
En 2024 fue trasladado de forma temporal al condado de King para ayudar a buscar restos en terreno. Trabajó con detectives durante varios días, sin reportes de hallazgos mayores, y regresó a la Penitenciaría del Estado de Washington, en Walla Walla, donde sigue encerrado. La investigación continúa abierta, con esfuerzos constantes por dar nombre a las víctimas que faltan.